
Una rosa amarilla, un diccionario y una máquina de escribir. Es todo lo que necesitaba Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927-Ciudad de México, 2014) para ponerse en marcha. A los ocho años, su abuelo le contó que las flores amarillas daban suerte y nunca se volvió a separar de ellas. Durante la entrega del Nobel (1982), llevaba una escondida en el bolsillo. Gabo se consideraba “un diccionarero”, aunque su relación con las enciclopedias fue de amor y odio. En 1977, prologó una edición del María Moliner, su favorito. Pero a la vez se inventaba palabras: “condolientes”, “mecedor”. Hasta se propuso jubilar la ortografía, sobre todo esa “h rupestre”.
A las máquinas de escribir también les declaró la guerra. Su primera Remington ardió en el fuego de los disturbios del Bogotazo, en 1948. Una década más tarde, la máquina que concibió en París El coronel no tiene quien le escriba había perdido la tecla de la d por el camino. Para poder terminar el texto tuvo que arreglárselas completando cada c a mano con un palito vertical. Después se compró una Torpedo alemana y una Smith Corona eléctrica. Así, hasta el flechazo con Apple. Un eMac de principios de los 2000, una computadora blanca con forma de pepino retrofuturista, sigue aún en la mesa de trabajo de su casa en Ciudad de México.
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