Entrevista a Mario Vargas Llosa



Ultima entrevista de Mario Vargas Llosa como Premio Nobel de Literatura realizada por el escritor peruano Santiago Rocangliolo para Zona Crónica de la Revista Soho, aquí un extracto de la misma:

—Te advierto que te va a producir vértigo.

Mario Vargas Llosa no ha sido capaz de precisar cuántos viajes ha hecho el año pasado. Sabe que, a las más de treinta lenguas en que ya estaba traducido, se han sumado dieciséis nuevas, y que sus libros han aparecido en países tan inesperados como Tayikistán. Pero no recuerda cuántos de esos países ha visitado. Para darme una idea aproximada de la locura que es su vida, ahora se dispone a detallarme su agenda de los próximos dos meses. Contando con los dedos, comienza a decir:

—Mañana parto temprano a Suiza para una conferencia. Al día siguiente a Suecia, para cuatro días en la feria del libro de Gotemburgo. De ahí viajo a Oslo, dos días. Y después se me pierde el orden, pero más o menos, París, Varsovia, Cracovia, Viena, Fráncfort, Berlín, Murcia, algunos compromisos más en España, luego Estados Unidos...

Su agenda es tan apretada que ya la ejecuta sin pensar. La avalancha de medallas, distinciones y premios las hace indistinguibles. Sobre la mesa de su salón descansa un libro publicado por una importante entidad, pero él no recuerda de dónde salió. Yo sí lo sé, y se lo digo:

—Te lo ha regalado esa institución porque te rinden un homenaje la semana que viene. Te han distinguido con su mayor condecoración.
—Ah —responde, con el mismo interés que le habría dedicado a la lista de ingredientes de un yogur.
—¿Disfrutas con todos estos viajes y homenajes? —le pregunto.
—Ya no. Disfruto momentitos, sobre todo cuando me encuentro con viejos amigos. Pero apenas puedo aprovechar las ciudades. Casi todo mi tiempo está saturado de firmas de libros, conferencias, y lo más pesado de todo, entrevistas.

Me pregunto si es una indirecta, ya que esto es una entrevista. Pero es imposible saberlo. Vargas Llosa es un experto en el trato con periodistas. Sabe ser exquisitamente cortés y al mismo tiempo cortar cualquier posibilidad de que te pases de la raya. Al llegar, me pide que lo tutee —algo que no siempre consigo— y me ofrece una bebida. Pero las opciones son “agua o Coca-Cola”. Y un vistazo a las botellas de su bar, muchas de ellas casi llenas, confirma que, en su casa, el alcohol se reserva para ocasiones muy especiales.

El ático que comparte con Patricia, su esposa, está diseñado con la misma mezcla de amabilidad y precaución. Ocupa una planta entera de un antiguo convento reformado, de modo que tiene un amplio salón para recibir, decorado con pinturas y esculturas de arte moderno. Justo al lado está su estudio de trabajo, de dos pisos. El escritorio, los cinco mil libros que llenan las paredes, incluso el desorden de periódicos del sofá, funcionan como locación perfecta para las sesiones de fotos de escritor, como la que él resiste ahora estoicamente. Y si hacen falta imágenes más abiertas, cuenta con una terraza desde la cual, por arte de magia, el centro de Madrid parece un lugar apacible y monacal. Solo del otro lado del salón, escondido más allá del baño, un pasillo apenas perceptible lleva a su vida real. Para el visitante, es imposible determinar qué se oculta ahí. Vargas Llosa es un estajanovista de la edición y promoción de libros, pero por eso mismo, calcula cuidadosamente qué permitirá que vean los demás.

—¿Por qué sigues haciéndolo? —le pregunto—. Me refiero a todos esos viajes que ya no disfrutas. No lo necesitas. Tienes un Nobel. No te queda nada por conseguir.

—Es muy difícil. Podría decir que no. Hay escritores que saben decir que no y defender su privacidad. Pero si un editor compra tus libros, les pone ilusión, hace un esfuerzo y te lo explica... La pr
—Te advierto que te va a producir vértigo.

Mario Vargas Llosa no ha sido capaz de precisar cuántos viajes ha hecho el año pasado. Sabe que, a las más de treinta lenguas en que ya estaba traducido, se han sumado dieciséis nuevas, y que sus libros han aparecido en países tan inesperados como Tayikistán. Pero no recuerda cuántos de esos países ha visitado. Para darme una idea aproximada de la locura que es su vida, ahora se dispone a detallarme su agenda de los próximos dos meses. Contando con los dedos, comienza a decir:

—Mañana parto temprano a Suiza para una conferencia. Al día siguiente a Suecia, para cuatro días en la feria del libro de Gotemburgo. De ahí viajo a Oslo, dos días. Y después se me pierde el orden, pero más o menos, París, Varsovia, Cracovia, Viena, Fráncfort, Berlín, Murcia, algunos compromisos más en España, luego Estados Unidos...

Su agenda es tan apretada que ya la ejecuta sin pensar. La avalancha de medallas, distinciones y premios las hace indistinguibles. Sobre la mesa de su salón descansa un libro publicado por una importante entidad, pero él no recuerda de dónde salió. Yo sí lo sé, y se lo digo:

—Te lo ha regalado esa institución porque te rinden un homenaje la semana que viene. Te han distinguido con su mayor condecoración.
—Ah —responde, con el mismo interés que le habría dedicado a la lista de ingredientes de un yogur.
—¿Disfrutas con todos estos viajes y homenajes? —le pregunto.
—Ya no. Disfruto momentitos, sobre todo cuando me encuentro con viejos amigos. Pero apenas puedo aprovechar las ciudades. Casi todo mi tiempo está saturado de firmas de libros, conferencias, y lo más pesado de todo, entrevistas.

Me pregunto si es una indirecta, ya que esto es una entrevista. Pero es imposible saberlo. Vargas Llosa es un experto en el trato con periodistas. Sabe ser exquisitamente cortés y al mismo tiempo cortar cualquier posibilidad de que te pases de la raya. Al llegar, me pide que lo tutee —algo que no siempre consigo— y me ofrece una bebida. Pero las opciones son “agua o Coca-Cola”. Y un vistazo a las botellas de su bar, muchas de ellas casi llenas, confirma que, en su casa, el alcohol se reserva para ocasiones muy especiales.

El ático que comparte con Patricia, su esposa, está diseñado con la misma mezcla de amabilidad y precaución. Ocupa una planta entera de un antiguo convento reformado, de modo que tiene un amplio salón para recibir, decorado con pinturas y esculturas de arte moderno. Justo al lado está su estudio de trabajo, de dos pisos. El escritorio, los cinco mil libros que llenan las paredes, incluso el desorden de periódicos del sofá, funcionan como locación perfecta para las sesiones de fotos de escritor, como la que él resiste ahora estoicamente. Y si hacen falta imágenes más abiertas, cuenta con una terraza desde la cual, por arte de magia, el centro de Madrid parece un lugar apacible y monacal. Solo del otro lado del salón, escondido más allá del baño, un pasillo apenas perceptible lleva a su vida real. Para el visitante, es imposible determinar qué se oculta ahí. Vargas Llosa es un estajanovista de la edición y promoción de libros, pero por eso mismo, calcula cuidadosamente qué permitirá que vean los demás.

—¿Por qué sigues haciéndolo? —le pregunto—. Me refiero a todos esos viajes que ya no disfrutas. No lo necesitas. Tienes un Nobel. No te queda nada por conseguir.

—Es muy difícil. Podría decir que no. Hay escritores que saben decir que no y defender su privacidad. Pero si un editor compra tus libros, les pone ilusión, hace un esfuerzo y te lo explica... La presión es demasiada.

Me pregunto si es realmente una novedad en su vida. He visto a Mario Vargas Llosa dar discursos ante miles de personas. Y atender a familias que quieren tomarle fotos con sus bebés. Lo he visto en México rodeado por una orquesta de mariachis, en Madrid asistiendo a la boda de los príncipes, en Lima dirigiendo un programa de televisión. Incluso antes de 2010, no se podía decir que fuese un escritor ermitaño y poco sociable. Se lo digo. Responde:

—Pero nada como lo del Nobel. Lo único comparable en intensidad fue la campaña política de 1990. Pero entonces yo sabía dónde me metía. En cambio, esto me llegó de improviso. De hecho, yo me había organizado para pasar una temporada muy tranquila en Nueva York, enseñando, con la mayor parte de la semana libre. Quería ir al teatro. Visitar museos. Y de repente, llegó el Nobel.

—¿Y no lo esperabas? Todos pensábamos que podías ganarlo cualquier año.?—No lo esperaba. Un escritor del Tercer Mundo, que defiende el capitalismo, liberal, crítico con Cuba... Me parecía una garantía de que no lo recibiría.

No lo mencionamos, pero en el aire está Jorge Luis Borges, uno de los escritores más influyentes del siglo XX, que nunca ganó el Nobel. Anticomunista radical, en los años setenta, Borges hizo declaraciones a favor de los sangrientos dictadores del Cono Sur, Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla. Un académico sueco le confesó al biógrafo de Borges que jamás perdonaría esas declaraciones y que, mientras él viviese, el argentino jamás se haría con el Nobel. Y el académico vivió más años que Borges.

 
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